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domingo, 26 de abril de 2009

“Las drogas son parte de un rito que siempre ha existido”

De Milenio


Lejos de la fama de Real de Catorce, Wadley es un pueblo poco conocido, a donde algunos excursionistas van para comer peyote. Hay quienes viajan envueltos por el misticismo del Don Juan de Carlos Castaneda y otros que llegan con el fin de probar y echar relajo. Sobre la planta, que concentra su poder en su alta dosis de mescalina, hay muchas leyendas: hay que encontrarlo y cortarlo con un cuchillo de madera; también cuentan que hay preguntarle algo al desierto. A propósito de esta experiencia, que supone un viaje no sólo físico sino interno, versa Wadley, la ópera prima de Matías Meyer, cineasta que en una “revelación” —así la llama él mismo— encontró lo que sería la historia de su primera película. Al final, su intuición no lo traicionó, todo lo contrario, pues ha cosechado reconocimientos lo mismo en el festival de Morelia que en el de Rotterdam.


¿Cómo empezó el proyecto?

Una noche estaba en mi cama dando vueltas, recién me había graduado como director en el Centro de Capacitación Cinematográfica. Sentí una presión por salir a la vida real y el peso de la ópera prima: escribir un guión de 90 páginas, conseguir mínimo diez millones de pesos para filmar, etc. Era angustiante porque me veía haciéndolo en tres años y no soportaba esa idea. El caso es que en una especie de revelación me vino la storyline de un hombre que va al desierto a comer peyote. Pensé en Wadley, yo conozco el lugar, que es muy espiritual, mágico y poderoso. El asunto es que tenía que filmarlo pronto porque tenía que viajar a Japón para presentar un corto y no quería irme sin haberlo hecho. Al día siguiente eché telefonazos y en una semana armé el equipo. Nos fuimos en mi coche. Justo cuando llegamos llovió, nos gustó la escena y en ese momento rodamos el primer plano de la película.

El concepto de la película presenta cierta ambigüedad, no se sabe si es ficción o documental, ¿fue a propósito?

En una semana diseñé el concepto, por ejemplo trabajar con planos largos y usar un lenguaje documental. Era la experiencia del protagonista y a ver qué nos encontrábamos allá. Sabíamos que teníamos que reaccionar a los estímulos del espacio e incluirlo como personaje, hacer algunos planos abiertos para ver lo diminuto del ser humano. Todo fue en cuatro días de improvisación. Siempre mantuvimos esta idea híbrida de documental-ficción, esperar que pasen las cosas ante la cámara como en el cinéma vérité, y ficción porque tenía muy claras las posiciones de cámara y yo estaba inventando la historia. Otra revelación fue el espacio sonoro: el silencio angustiante de la nada motivado por el vacío.

¿Cómo trabajó el lugar para que éste no distrajera de la anécdota que quería contar?

Iba con algunas ideas de planos y secuencias. Tenía una especie de escaleta, pero nunca la usé. El lugar me descubrió muchas cosas a nivel fílmico, fue mi primera oportunidad para experimentar con tiempos más distendidos, trabajé con varios planos secuencia. Sin embargo, lo que más me gusta de Wadley son los momentos de magia que se dieron durante las tomas. En general sólo hacíamos una y en ellas el actor de pronto hacía cosas extrañas, como ponerse una botella en la cabeza o colgar los calcetines en el árbol. La idea era dejarlo en libertad y seguirlo.

La cámara también juega un papel muy importante porque agarra el ritmo, primero del lugar y luego del viaje del protagonista…

Exacto, empieza siguiendo a este hombre; el segundo plano es una larga caminata cámara en mano. Y luego, a partir de que el tipo come peyote, cambia. Un programador italiano comentaba que lo chistoso es que parece que la cámara fue la que se comió la planta y no el actor. En personal no quería representar el efecto del peyote de una forma cliché, con filtros de colores o deformaciones, como lo han mostrado Asesinos por naturaleza y Miedo y asco en Las Vegas. Quería mostrar mi experiencia personal, que había sido muy lúcida y un ejercicio de introspección, donde estás a la escucha de la naturaleza.

Además Wadley sigue siendo un lugar extraño, de entrada es muy complicado para llegar…

Sí, aunque es un lugar que habría que conocer. El ser humano necesita este tipo de experiencias; creo que las drogas son parte de una necesidad y de un rito que siempre ha existido. También quería mostrar esta parte realista y naturalista de lo que es ir a hacer este viaje.

¿Cómo seleccionó lo que quería mostrar del viaje del personaje?

En cuanto a edición estaba muy claro el principio y el final. Lo más problemático fueron las tomas de día después de que él come el peyote, lo armamos intentando movimientos de las piezas, reduciendo secuencias. En realidad fue algo muy intuitivo. Todo tenía que ver con su estado. Por ejemplo, un momento climático de liberación es cuando vomita, a partir de ahí empieza a correr y tranquilizarse. Creo que lo que más me gusta de la película es que permite que la magia de la realidad se manifieste.

Es una película difícil, no hay diálogos, los planos son largos, de alguna manera es un reto al espectador…

Cierto, de entrada no quería plantear psicologías ni biografías del personaje, es alguien que se mantiene misterioso toda la película y al final eso no importa. Lo relevante es que sientes que hiciste el viaje con el protagonista y acabas medio hipnotizado. Odio el cine donde todo está masticado y te fuerzan casi casi a llorar. En la escuela tenía un profesor que decía no puedes mantener un plano más de ocho segundos. Yo hice todo lo contrario de eso.

Carlos Jordán

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