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martes, 9 de junio de 2009

Morirás lejos y la conciencia del tiempo en José Emilio Pacheco, por Jorge Luis Tercero Alvizo

José Emilio Pacheco es un poeta y gran narrador caracterizado por el manejo audaz de la palabra, de esas multifacéticas letras suyas que lo han llevado a hacerse de un importante espacio en la tradición literaria mexicana, dentro de la cual destacan figuras tales como Reyes, Rulfo, Arreola, Fuentes, entre otros.

Pocos escritores como Pacheco para narrar/reinventar a través de la ficción las violentas transiciones del tiempo en la conciencia. En muchas de sus narraciones parece imperar esa obsesión nostálgica por el tiempo ido, por un presente alienador y un futuro incierto y, en ocasiones, poco prometedor. Esta idea sobre el paso del tiempo y el cambio, aunque muy presente en su poesía (“Irás y no volverás”), se ha cristalizado en muchas de sus narraciones iniciáticas sobre el mundo de la niñez y la adolescencia; en las que la ciudad aparece muchas veces como el gran espacio de transición. La novela Morirás lejos juega con esas posibilidades pero va un poco más allá, a mi parecer.

En este texto, aparte de la preocupación por el flujo del tiempo, encontramos otros elementos muy interesantes tales como: los ecos del “Deutches Requiem” borgiano, una perspectiva intimista del la realidad y su muy característica preocupación histórico-social, que viene a darle un giro muy particular al manejo de elementos borgianos.

Tanto en algunos textos de Borges como de Pacheco, observamos claramente esa idea totémica del Tiempo como cruel regidor de la vida de los personajes. En Morirás Lejos, de tal manera, la vida de dos seres sin rostro se cruza misteriosamente en un irrepetible instante, en el que uno (eme) observa desde detrás de las persianas de una ventana al otro (Alguien), situado en un parque con olor a vinagre frente a la casa del primero. En ese instante en el que la suerte de ambos personajes fue arrojada en un águila o sol, el narrador omnividente se concentra en alimentar la trama con miles de hipótesis sobre la vida de ambos contendientes, así como de datos históricos: la destrucción de Jerusalén por los romanos y la “GrossAktion” de los alemanes contra el gueto de Varsovia. A partir de esto, lo primero que el escritor nos bosqueja es una escena como de pintura en la que dos hombres (observador y observado) están presentes, para después empezar a delinear los posibles escenarios del crimen. A partir de un ir y venir de estructuras desmontables en las que a momentos nada existe -“El pozo no existe, el parque no existe, la ciudad no existe.”(p. 36)- el tiempo de la historia se retuerce entre un pasado de destrucción, un presente eterno dentro de la mente de eme, para luego desdibujarse hacia muchos futuros hipotéticos. El presente, marcado por ese obsesivo reloj imaginario se vuelve un impredecible eje conductor, en el cual eme se atormenta por la idea de ser juzgado a raíz de sus crímenes. El tiempo y el recuerdo rigen todo; se rememoran las brutalidades pasadas, así como el instante de muerte que padece eme frente a la ventana hace que todo se convierta en una sinfonía del dolor, para la cual la posibilidad de algo insólito se convertirá en lo único tangible.

En el desenlace de esta novela la necesidad de denuncia es una de las muchas formas que se unen al juego de las posibilidades. La última parte del texto se debate entre ser el clásico final de un thriller negro o la irónica carcajada de un texto caprichoso en donde el destino juega con la trastornada mente del protagonista. Eso es lo que aleja este relato de la forma borgiana, pues en el argentino la necesidad de darle un relieve épico se mezcla con lo irónico (en el testimonio que Otto Dietrich zur Liende deja para sus testigos); en cambio en Pacheco, la ironía se gesta desde la locura del personaje (niño extraviado en sus fantasías de muerte) para desde la intimidad de la mente emerger hacia una hipotética y trágica muerte o la desaparición de todo el escenario, pero no del crimen.

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